Por Nicolás Pinzón
La divergencia en las ideas se limita por la convergencia en el lenguaje.
Esta frase da para empezar a divagar sobre el lenguaje inclusivo y lo políticamente correcto. Pues bien, este artículo no irá por ahí, o al menos no del modo en que estos temas — género, raza y privilegio — se abordan últimamente con tanta obsesión.
El cuidado del lenguaje como herramienta para lucir bien (que es distinto a la precisión en su uso), aunque ahora está exacerbado, no es algo nuevo. En las empresas, por ejemplo, por medio del lenguaje se manifiestan las modas. Alejandro Salazar sostiene que hay palabras que se secuestran hasta desgastarse, y se imponen como supuestos que una empresa “debe” adoptar para sobrevivir en el mercado. Hay palabras que parecen estar invitadas a toda reunión trimestral empresarial: benchmarking, análisis de las tendencias en la industria, transformación digital, OKRs y KPIs, planes estratégicos, y planes para cumplir los planes.
Hay otras tendencias que no se plasman en las reuniones trimestrales, sino en la página web. Hace unos años era la visión, hoy es el propósito. Las visiones, aunque eran vacías, al menos eran distintas entre sí. Los propósitos parecen etiquetas replicadas. Existe una especie de banco de términos comunes que uno debe organizar en oraciones coherentes para tener un propósito: impacto, innovación, servicio al cliente, eficiencia, soluciones prácticas, generar valor, sostenibilidad, sinergia y cocreación. Es cuestión de armar el rompecabezas de esos términos y ya la empresa puede posar para la foto.
El problema no es seguir modas. El problema es no preguntarse por qué las está siguiendo. Las modas son naturales al ser humano: evolutivamente queremos encajar para hacer parte de comunidades. Ir en contra de las modas, sólo por el hecho de ir en contra, es un sin sentido; pero estar en la moda sólo porque es moda, es un absurdo reverencial.
En las empresas, sin embargo, las modas son menos interesantes que los cambios culturales en los gustos musicales, de diseño o formas de vestir. En las empresas una moda se impone (i) por algún caso de éxito cuya metodología se conceptualiza en una fórmula específica, o (ii) por tendencias en el lenguaje que se vuelven casi obligatorias para posar como una empresa “con impacto” y que “aporte valor”.
Por un lado, intentar replicar casos de éxito es olvidar la complejidad del mundo: el contexto, las personas y la suerte. Se puede aprender de los casos, por supuesto, pero replicarlos por medio de fórmulas es caer en el sesgo del superviviente: algo que pasó una vez, probablemente no vuelva a pasar de la misma manera.
Por otro lado, repito, la divergencia en las ideas se limita por la convergencia en el lenguaje. Si todas las empresas se enfocan en transmitir un propósito que resulta ser fácilmente homologable— aunque que en industrias distintas — , lo verdaderamente importante pasa a un segundo plano: ganar desde la ventaja y la identidad propia, como diría Salazar. Eso es lo que realmente debería ser la obsesión de cada empresa, no acomodar un propósito decorado que busca encajar en un cardumen desorientado. No es cuestión de quedar bien frente a los demás presentando un propósito con impacto. Las nuevas ideas, y por lo tanto el progreso, se gesta en la divergencia. Uno sólo puede romper las “buenas prácticas” cuando tiene un producto ganador, dice Tim Ferris. Hacer lo que todos están haciendo, sólo porque los otros lo están haciendo, es lo contrario a divergir.
Por todos lados repiten lo que es tener un propósito en la vida y el trabajo. No es que esté mal tenerlo, es que ese fetiche de replicar términos correctos es en la práctica fútil. Un propósito —si es que se quiere articular—sólo es relevante y práctico cuando emerge a partir de un conjunto de ventajas y capacidades que sirven para llevar a la acción unas ideas que ayudan a solucionar algún problema. El resto es carreta.
No toda empresa ni carrera profesional se construye de la misma manera. La especie humana es más compleja e interesante que los falsos manuales de éxito. Qué aburrido sería el mundo con un método y un plan premeditado para nosotros. Por eso, tal vez, los pensadores helenístico, y su heredero Montaigne, tenían razón: vivir se trata de ser escéptico, entender lo que uno es, con eso intentar hacer el bien, y avanzar desde ahí para ocupar un lugar en el mundo a partir de la identidad propia, no la de los demás. Por eso lucir para quedar bien es inútil. Sonar bien no es hacer bien. El lenguaje debe ensanchar, no angostar.
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