Trabajar de verdad

Por Andrés Acevedo

El problema con la idea de trabajo es que ha estado encerrada, durante siglos ya, en la jornada laboral. Pronto no habrá persona viva que haya conocido un mundo en el que las ocho horas laborales no fueran la norma. El nueve a cinco nos define. A los colombianos, el ocho a cinco, a veces a seis. A los consultores y abogados de firma el nueve a ¿once? No hay discusión sobre el trabajo que no ocurra por fuera de la jaula de la jornada. La jaula de la jornada es la misma jaula de la oficina, que por más coworking y abierta que parezca no deja de ser un espacio en el que el trabajo se autocontiene.

El trabajo, sin embargo, nació libre. Esto es, la idea seminal de trabajo nació libre. Tal vez una definición que no excluya a nadie es que el trabajo es la transferencia de energía que genera consecuencias. Para los creyentes, Dios, en una transferencia inimitable de energía creó el mundo, lo trabajó, en seis días, y en el séptimo descansó. Para los evolucionistas, el homo sapiens trabajó los materiales más elementales, la piedra y la madera, hasta que se forjó una herramienta que permitió a su descendencia ser tan apta —tan fit— que hoy puede darse el lujo de, en su tiempo libre, leer este artículo.

El trabajo nació libre, vinculado estrechamente a la estructura de la realidad. Regido por una ecuación fundamental: despliego energía aquí, obtengo este resultado allá. Luego los seres humanos lo fuimos encerrando en esa jaula destructora de valor tan ubicua, tan omnipresente como Dios, y que sin mayor protesta dejamos subsistir: la oficina.

La oficina y su fiel cómplice, la jornada, nos han hecho creer que trabajo es aquello que ocurre en unas horas específicas del día, y que para que suceda el trabajo basta con que a ese recinto acudan los trabajadores. Grave error. El trabajo no es algo que nos sucede, ni algo que nos ocurre. Al trabajo lo hacemos porque su origen yace en nuestra energía vital. Pero si el origen es la energía que reposa dentro, el interregno es la acción: solo si disponemos de nuestra energía habremos, en verdad, trabajado. Mejor: habremos puesto todo de nuestro lado para trabajar. Y es que desplegar energía no basta para trabajar. O si no pregúntele al oficinista que se estresó tanto por el informe que tenía que entregar que se abrumó, llegó sudado a la casa, y no hizo el informe. ¿Trabajó? No. ¿Desplegó energía? ¡Toda! Estaba tan cansado que llegó directo a la cama. El trabajo, para que sea trabajo de verdad, tiene que tener consecuencias.

Ender Márquez vendé aguacates en las calles de Bogotá. Antes vendía pan en Valencia, la principal ciudad industrial de Venezuela. En ambas ciudades Ender trabajó. Pero hacia el final de su estancia en Valencia, lo de Ender dejó de ser trabajo y no pasó de ser un mero despliegue inconsecuente de energía. En Venezuela el trabajo dejó de tener consecuencias. Por más esfuerzo que hiciera, por más temprano que madrugara, por más entusiasmo que le imprimiera a su labor, la energía que Ender desplegaba no se traducía en consecuencias. Como él mismo dice: «a partir de un punto, el trabajo simplemente no daba».

Y es que el trabajo solo tiene sentido cuando tiene una vocación de futuro. Es una de las intuiciones más primordiales del ser humano: a menos que me prepare hoy, los depredadores me devorarán mañana. Ha sido cierto para el cazador primigenio que se asentó en pequeñas aldeas para protegerse de los leones; para el medieval que, piedra tras piedra, elevó un castillo para repeler las legiones enemigas; para el equipo ejecutivo que se encierra en la sala de juntas para protegerse de una inminente toma hostil de su empresa. La paranoia está embebida en nuestro genoma y con ella, con la noción de un futuro potencialmente aterrador, la necesidad imperiosa de trabajar. ¿Pero qué pasa cuando el sacrificio del presente no protege del futuro?, ¿Cuándo el trabajo como maestro panadero no garantiza poder llevar pan a la propia mesa?, ¿Qué ocurre cuando la civilización es tan inestable —como Venezuela— que no hay garantía de que el trabajo tenga consecuencias?

No hace falta citar un antiguo para entenderlo. Lo dice Ender Márquez en nuestro episodio La ecuación fundamental: «trabajar por trabajar no es la idea». ¡Exactamente! No es la idea. La idea del trabajo está ligada a la ecuación fundamental de la realidad: la energía se intercambia por resultados. La ardua jornada vendiendo aguacates en el frío indiferente de Bogotá se ofrece a cambio de llevar comida a la mesa. Se ofrece a cambio de tener algo de ahorros. Y es que Ender lo entiende bien: el trabajo se hace con vocación de futuro. De un mejor futuro. «Quién quita que usted me vea unos años con un pequeño mercado de frutas y verduras y se acuerde de cuando yo le vendía aguacates en una carreta», nos dijo Ender. No es optimismo, es la idea primigenia —verdadera— de trabajo.

Lo entendió todo: trabajo no es lo que nos ocurre si nos desplazamos ocho horas hasta la oficina; trabajo es lo que logramos desplazar con nuestro desfogue de energía. No hay idea más antigua que haya sido tan olvidada en nuestro mundo. Ya Heródoto, llamado padre de la Historia, lo anunciaba: «Toda la vida es acción». Se refería al trabajo, no lo duden.

En 1828, Gaspard-Gustav de Coriolis, un ingeniero y matemático Francés, retomó esta idea antigua del trabajo y la introdujo al vocabulario de la ciencia. Para Coriolis el término «trabajo» describe la fuerza que se necesita aplicar para mover un objeto sobre una distancia particular. Su definición nació de su gran afición: el billar. Coriolis observó las dinámicas del juego: la transferencia de energía del brazo humano hacia el taco de madera, el impacto del taco sobre la bola de billar, el desplazamiento de esta, y su capacidad de desplazar, a su vez, otras bolas. ¿Qué fenómeno tiene lugar allí, sobre la tela verde de la mesa de billar? Pues nada diferente de energía que se despliega y genera consecuencias. Y que logra —a ver si no les suena esto similar a sus trabajos— después de algo de repetición, práctica, y maestría, que uno en no pocas ocasiones encaje la bola en ese hueco y con ello alcance el premio mayor.

Tiene su gracia que Coriolis haya redescubierto en la mesa de billar la idea del trabajo. Y es que los más místicos entre nosotros podemos ver en esa tela verde las planicies verdes de Irlanda, tan extensas como la tierra misma. Y en ese taco de billar, alcanzamos a sentir la madera todavía regurgitante de los bosques de nuestro mundo. Y ese taco particular, sabemos, era un árbol particular. Un árbol que, con manos llenas de callos, hemos trabajado hasta moldear esa posibilidad funcional de instrumento impulsador de bolas de billar. Y en ese momento en que choca el árbol contra la bola de billar no estamos haciendo otra cosa que darle dirección a la bola. Y si nos fijamos bien en esa esfera azul reluciente vemos que no es una mera bola de billar sino un cuerpo celestial. Con nuestro trabajo acabamos de asegurarnos que la tierra siga girando.

 

La ecuación fundamental con Ender Márquez es el tercer episodio de nuestra quinta temporada. Pueden escucharlo acá.

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